Una reciente auditoría del Departamento de Justicia de Estados Unidos reveló un hecho alarmante: el Cártel de Sinaloa logró hackear un dispositivo oficial del FBI en 2018, obteniendo acceso a información clave que habría sido utilizada para ubicar y eliminar a informantes en México.
Según el informe del Inspector General, el grupo criminal logró vulnerar el teléfono de un agente del FBI adscrito a la embajada estadounidense en Ciudad de México, accediendo a registros de llamadas, contactos y datos de ubicación.
Posteriormente, miembros del cártel utilizaron cámaras de videovigilancia públicas para seguir los movimientos del agente y de otras personas vinculadas con labores de inteligencia.
De acuerdo con el documento oficial, esta operación clandestina permitió identificar y amenazar a colaboradores confidenciales. En algunos casos, se presume que los informantes fueron asesinados, aunque el informe no precisa el número exacto de víctimas ni sus identidades por razones de seguridad.
El episodio expone un ángulo poco explorado de la amenaza que representan los cárteles: el uso de herramientas tecnológicas y vigilancia masiva para infiltrarse en operaciones de seguridad e inteligencia. La auditoría alerta sobre los riesgos de una “vigilancia ubicua”, en la que la información personal, capturada por dispositivos o cámaras públicas, puede ser interceptada por actores criminales con conocimientos cibernéticos.
Especialistas consultados por medios internacionales señalan que el caso plantea retos cruciales para las agencias de seguridad, tanto en la protección de sus agentes como en el resguardo de sus fuentes humanas. La creciente sofisticación de los grupos delictivos —combinada con la disponibilidad de herramientas de espionaje digital— demanda respuestas tecnológicas, legales y estratégicas de alto nivel.
Aunque el hackeo ocurrió en 2018, el reporte se dio a conocer apenas esta semana, en medio de una serie de revisiones internas del gobierno estadounidense sobre vulnerabilidades operativas en el extranjero.
Este incidente, además de evidenciar los alcances del crimen organizado, pone sobre la mesa la urgencia de replantear los protocolos de seguridad en misiones internacionales, especialmente en contextos de alto riesgo como el combate al narcotráfico.
Renata Vázquez