Mientras en Puebla se discuten reformas al Código Penal supuestamente orientadas a combatir el ciberacoso, emerge una preocupación legítima: ¿se está legislando para proteger a las víctimas o para blindar a ciertos perfiles del escrutinio público?
La propuesta plantea sancionar a quienes, mediante el uso de tecnologías de la información, «perturben la privacidad» o «alteren gravemente la vida cotidiana» de una persona. Hasta ahí, todo parece razonable. Pero el lenguaje amplio e impreciso abre un camino riesgoso: el de castigar la crítica o la investigación legítima, si alguien argumenta sentirse “perturbado”.
En tiempos donde los contratos públicos, las asignaciones discrecionales y los vínculos familiares entre poder y negocios están bajo la lupa ciudadana, resulta preocupante que señalar lo evidente pueda interpretarse como una forma de acoso.
¿Publicar que un pariente de un servidor público recibió beneficios millonarios es una intromisión a la privacidad? ¿O es simplemente cumplir con el derecho a saber? ¿Qué límites tiene el periodismo cuando la ley empieza a depender de percepciones subjetivas?
No se trata de minimizar el acoso digital —que existe y debe atenderse con seriedad—, sino de evitar que en su nombre se construya un marco jurídico que inhiba la libertad de expresión y la labor informativa. Porque una ley mal definida puede volverse un arma, sobre todo cuando la crítica molesta.
El verdadero reto es legislar con precisión, garantizando justicia sin vulnerar derechos fundamentales. Y ese equilibrio, lamentablemente, parece haberse dejado de lado.