jueves, 11 septiembre 2025

Afiliación casa por casa: el eco venezolano en la política mexicana

Morena ha desplegado una campaña intensiva de afiliación y credencialización, que no se limita a módulos o registros en línea, sino que se realiza mediante brigadas que recorren comunidades y van casa por casa, invitando a las familias a incorporarse al padrón del partido y a portar su credencial de militancia. El objetivo declarado por la dirigencia es alcanzar los 10 millones de afiliados, lo que convertiría a la organización en la fuerza partidista más numerosa de la historia reciente.

Este despliegue ocurre en paralelo a la existencia de un padrón nacional de beneficiarios de programas sociales, administrado por el gobierno federal. 

Aunque la ley prohíbe de manera expresa que se crucen esos datos con fines partidistas, la percepción ciudadana se enciende cuando la misma estructura territorial que antes promovía apoyos sociales ahora toca las puertas para afiliar al partido. Ese ritual de proximidad y lealtad, repetido sistemáticamente, adquiere un carácter de tipo secta, en el que pertenecer al partido se presenta como una condición simbólica de inclusión y obediencia.

La experiencia venezolana ofrece un espejo inquietante. Allá, el Carnet de la Patria comenzó como una medida voluntaria para acceder a trámites y servicios, pero con el tiempo se volvió obligatorio para recibir bonos, alimentos o gasolina. Lo que se presentó como innovación terminó por transformarse en un mecanismo de control político. Paralelamente, el chavismo desmanteló al árbitro electoral independiente y lo sustituyó por un instituto alineado al régimen, lo que cerró el margen de competencia democrática.

En México, la afiliación casa por casa prende las alertas porque la lleva a cabo el partido que, además, administra los programas sociales de mayor alcance en el país. El riesgo no radica en el acto de afiliar, que es legal para cualquier fuerza política, sino en la confusión deliberada entre los recursos del Estado y la construcción de una base partidista. La consecuencia es que la credencial de Morena empiece a percibirse como una llave de acceso a beneficios públicos.

El discurso oficial insiste en que la afiliación es voluntaria y busca organizar comités de base. Sin embargo, en la práctica, esta dinámica refleja una estrategia de mapeo territorial y de consolidación de lealtades que se superpone con las estructuras gubernamentales. La frontera entre una visita de afiliación y una visita institucional se vuelve difusa, lo que debilita la confianza ciudadana en la neutralidad del Estado.

A esto se suma una ofensiva institucional que busca reducir los contrapesos democráticos: el Instituto Nacional Electoral (INE), árbitro de los procesos electorales, ha sido objeto de reformas y recortes que buscan restarle autonomía y capacidad de vigilancia. El paralelismo con Venezuela es inevitable: allá primero se creó un padrón partidista, después se debilitó al instituto electoral independiente y finalmente se cerró el paso a la competencia real.

En el presente, este panorama se refuerza con la entrada en funciones de ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación afines a la 4T. Con esa mayoría, las posibilidades de que prospere un recurso de inconstitucionalidad contra estas prácticas o contra la erosión del INE se vuelven mínimas. El oficialismo no solo construye su propio padrón, sino que asegura que las instituciones llamadas a poner límites no tengan margen de acción.

La Bitácora de lo Real advierte: la democracia se defiende no solo en las urnas, sino también en los límites claros entre gobierno y partido. Una credencial partidista nunca debe convertirse en condición para recibir derechos sociales, ni un partido en el poder debe someter al árbitro electoral ni a la justicia constitucional. Cuando esos muros se derriban y las instituciones se alinean al oficialismo, lo que queda no es democracia, sino un culto político donde la lealtad reemplaza a la ciudadanía.